El sol penetra en la habitación a través de los visillos. La piel dorada por la luz realza la belleza de los cuerpos que yacen adormecidos entre sábanas de satén que huelen a sexo. Acariciando suavemente su cabello oscuro le dices: Buenos días cariño, me encantaría pasarme las horas aquí contigo pero me temo que debo marcharme a trabajar. Buenos días amor mío, ojalá no tuviéramos obligaciones que cumplir y pudiéramos escaparnos, libres, solos y acompañados a la vez. Me temo que hoy no será posible, un beso. Un beso, que tengas un buen día en la oficina, y espero que no acabes muy tarde porque de lo contrario el día se me hará eterno. Os despedís con miradas efusivas de añoranza venidera, una simple vista atrás encendería el fuego de la noche anterior.
Recoges tu ropa: tu pantalón, tu camisa, tus calzoncillos, tus calcetines, tu cinturón y tus zapatos. Te lo colocas todo torpemente y abandonas la habitación con un hasta luego. Con la satisfacción del deber cumplido te diriges a tu puesto de trabajo como cada día.
En aquella habitación dónde dejaste tu felicidad instantánea, tan efímera como un orgasmo, alguien descuelga el teléfono y pronuncia estas palabras, palabras que caen sobre el tiempo y el espacio como una losa pesada:
Ya puedes subir, acaba de marcharse a trabajar.
Novecientos seis carácteres.
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